¿Cómo es posible que después de seis años de puro distribucionismo para garantizar la "movilidad social ascendente", casi todos los gobernadores que se reúnen con la Presidenta pidan más plata, entre otras razones, para luchar contra la pobreza, ya en el 35%? Hasta tal punto llega la paradoja que Francisco de Narváez, el gran ganador de las elecciones del 28 de junio, ha dicho a quien quisiera escucharlo que hoy, el principal objetivo de la política económica debería ser la lucha contra la pobreza y la indigencia.
¿Qué hicieron los progresistas kirchneristas con casi $ 340.000 millones más de gasto público ($ 190.000 millones la Nación y $ 146.000 millones las provincias) respecto del momento anterior al comienzo del "período de crecimiento económico más importante en toda la historia de la Argentina", como no se cansa de repetir la Presidenta, para que el tema de la pobreza siguiera al tope de la agenda política y económica?
El problema de fondo es que la manera de combatirla, por parte de nuestros gobiernos, no hace más que perpetuarla. Es el intervencionismo distribucionista el que, al cerrar la economía, agrandar al Estado hasta límites inimaginables, distorsionar todos los precios con personajes como Guillermo Moreno y depredar ahorros (depósitos y jubilaciones de capitalización) de manea serial, genera mucho empresario rentista del Estado, políticos corruptos, un pueblo con poca propensión al esfuerzo y continuas crisis económicas.
Específicamente, en el plano fiscal, el intervencionismo distribucionista crea películas cargadas de cinismo, como las que vemos hoy en el diálogo político: gobernadores que no recaudan nada, que viven de la coparticipación y las transferencias a discreción de la Nación (que reciben sin hacer ningún esfuerzo serio), y sin embargo, piden cada vez más y más dinero al gobierno central argumentando alguna ley o decreto que la Casa Rosada no ha respetado a pie juntillas, por lo que se ha devengado una supuesta acreencia a favor de la provincia.
Entre 2003 y 2009 y a precios constantes, las provincias van a recibir $ 441.000 millones de ingresos por coparticipación, $ 151.000 millones más (suba del 52%) que en los 7 años previos (1994-2000). Además, por transferencias discrecionales desde el gobierno central harán caja por otros $ 131.000 millones, $ 72.000 millones (120%) más que entre 1994 y 2000, lo que totaliza la enormidad de $ 223.000 millones adicionales.
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Sin embargo, los gobernadores andan penando por cuanto despacho oficial se les abra en Buenos Aires porque parece que la Nación no giró varios miles de millones que les correspondían, cosa que no está clara, porque desde 1992 se han hecho tantos cambios (siempre avalados por los hoy quejosos gobernadores y la escribanía del Congreso) que ya no se sabe a ciencia cierta cómo debería repartirse la torta de los impuestos que se recaudan a escala federal (IVA, Ganancias, cheque). El reclamo ya ocurrió cuando la convertibilidad languidecía y antes también con Alfonsín, o sea, desde casi siempre.
A los gobernadores nunca les alcanza ningún dinero. El problema es que, en promedio, el 60% de los ingresos lo perciben sin esfuerzo recaudatorio, porque gotea de manera automática desde el Banco Nación o porque le juran fidelidad eterna al presidente de turno. Lo que se gana sin esfuerzo se dilapida.
Además, cuanto más pobre es la provincia, más profunda es la redistribución de impuestos, cosa que agrava el desmanejo de los recursos. Por ejemplo, Chaco, medalla de bronce de la redistribución fiscal, históricamente a nivel local sólo recaudó entre el 9% y el 10% del total de sus ingresos (el 90% le llega "de arriba") y, sin embargo, siempre tuvo los registros más altos de pobreza e indigencia del país, a los cuales ahora hay que agregarles el dengue.
Pese a la redistribución de impuestos entre provincias, la sociedad chaqueña sigue empobrecida y sus gobiernos se suceden sin solución de continuidad y proponen la lucha contra la pobreza como elemento central de su política económica. Hay muchos otros ejemplos, como el del Chaco (Formosa, Santiago del Estero, Catamarca, etc.) y todos tienen, como mínimo, dos denominadores comunes: no recaudan casi nada a nivel local y sufren de manera lacerante la pobreza y la indigencia.
Entonces, si recibir dinero sin esfuerzo ayuda a perpetuar los sistemáticos reclamos provinciales por mayores fondos del gobierno federal y, al mismo tiempo, no soluciona los problemas que debería, por ejemplo, la subeducación y la pobreza, ¿por qué no cambiar?
Por ejemplo, ¿por qué no eliminar la coparticipación de impuestos y las transferencias discrecionales desde la Nación a las provincias ($ 100.000 millones en 2009), bajar alícuotas o eliminar algunos impuestos federales, atender la educación de manera centralizada (piedra preciosa para el crecimiento sostenido) y luchar contra la pobreza en las provincias con transferencias directas desde el gobierno central a las familias pobres, en vez de que las administren los gobernadores y su séquito de punteros, asesores y amigotes? Luego, si a ellos les gusta tener enormes gabinetes o legislaturas con miembros que ganen como Leo Messi, que les cobren impuestos de manera salvaje a los ciudadanos que después se van a cruzar por la calle, a ver si pueden.
Es obvio que la eliminación de todo el sistema de transferencias habría que hacerla en el marco de un nuevo programa económico, opuesto al "modelo productivo", que permita a las provincias (cuna de la producción agropecuaria) disfrutar de los precios internacionales de los bienes que producen y la libertad de comerciar, para lo cual habría que eliminar las retenciones y las prohibiciones y limitaciones a exportar. Esto blanquearía un desempleo encubierto en las provincias cercano al 4% de la PEA, con lo que el desempleo verdadero no estaría en el 13% de hoy, sino en el 17% (obviamente, lejos de la ilusión del "Indek" del 8,4%). Para esto deben existir subsidios explícitos y transitorios.
Sin embargo, cuando nuestros políticos hablan de "apoyar las economías regionales", lo hacen en el sentido de sacarle dinero a la Nación a cambio de votos a favor del presidente de turno, para luego ir a su provincia, repartirla y que el sector privado les prenda una vela (y algo más) todos los días. El político del interior jamás pedirá para su provincia el desmantelamiento del infierno de regulaciones para exportar que los Kirchner han armado. Eso es clientelismo y del bien retrógrado. No es progresismo.
En la Argentina, al revés de lo que tratan de hacernos creer los Kirchner y todos sus satélites públicos y privados, no hay política económica más progresista que la liberación del comercio exterior porque en las provincias está el núcleo de la generación de materias primas básicas y los mayores niveles de pobreza.