A diferencia de EE.UU., donde continuamente aparecen nuevos índices de precios que sin suplantar a los anteriores conforman un sistema amplio para tomarle mejor la temperatura a la inflación, el plan kirchnerista consiste en eliminar el viejo y reemplazarlo por uno nuevo. Sin respetar ni las más básicas convenciones internacionales sobre la conformación de un índice, mucho menos la de su reemplazo.
Cabe recordar que el índice de precios de canasta de consumo fija de Laspeyres (el utilizado en la Argentina de forma seria hasta diciembre de 2006) es el recomendado por la Organización Internacional del Trabajo y por el Manual de Cuentas Nacionales de la ONU. Todo país medianamente civilizado lo tiene cuando menos como benchmark, aunque si lo desea puede desarrollar otros indicadores adicionales y complementarios en la medición de la inflación. El reemplazo no es una opción dentro del conjunto de decisiones.
Aun así, el Ministerio de Economía argentino decidió enviar a EE.UU., en busca del «Santo Grial» a Edwin y Paglieri, los «ángeles de Moreno». En su visita al Bureau of Labor Statistics (encargado del IPC norteamericano), apareció como principal candidato el índice conocido como IPC-Encadenado ( IPCE). Este utiliza una fórmula superlativa de Tornquist, por lo cual, implícitamente, admite la sustitución que realizan los consumidores frente al encarecimiento relativo de los productos. Es decir, si aumenta el precio del té y no el del café, se espera que la gente consuma un poco menos del primero y un poco más del último. Mientras que el actual índice argentino no lo permite mostrar, uno del estilo IPC-E sí lo hace. Como consecuencia, el IPC-E tiene una tendencia a mostrar una inflación ligeramente inferior a la del IPC-U (el equivalente estadounidense al IPC argentino).
Pero el IPC-E no sólo requiere de una encuesta de gasto de los hogares como cualquier otro índice de precios, sino que sus requerimientos de información son mayores, tanto en urgencia de tiempo como en cobertura. En EE.UU. el relevamiento de datos se lleva adelante cada dos años, mientras que en la Argentina, al día de hoy, se lleva cada diez, y el tiempo de procesamiento de los resultados es bastante pobre (aún no son oficiales los resultados de la encuesta realizada en 2004/ 2005). Este sería un serio impedimento adicional al costo asociado que tiene dicho indicador, unos u$s 13 M. Inclusive, el experto en estadísticas de Canadá, Jacob Ryten, reconoció (en Ambito Financiero) que la Argentina no tiene los recursos humanos, técnicos ni económicos para llevarlo adelante. Tal vez después de esa contundente afirmación por alguien tan reconocido en la materia fue que el gobierno tuvo algo de pudor y dio marcha atrás respecto de un dibujo tan burdo como sería asignar arbitrariamente los ponderadores de los productos.
El otro candidato fuerte es el Indice de Precios Recortado (IPC-R), que es confeccionado por la Reserva Federal de Cleveland. El indicador se basa en que la distribución de los precios no es una Función Normal, por lo que el promedio no es la mejor medida o regla de decisión. En particular, en estos casos la utilización de una Media Recortada, donde se eliminan las variaciones más extremas (16%), es decir, las mayores alzas (8%) y las mayores bajas (8%), resulta el mejor estimador de las tendencias de inflación. De esta forma, se estaría permitiendo implícitamente un efecto sustitución al reponderar la canasta de consumo (a diferencia del Laspeyres argentino).
Si nuestro país decidiera construir un IPC-R, las encuestas serían las mismas que las que actualmente se utilizan para el Laspeyres, por lo que los requerimientos de información necesarios ya están disponibles y se puede comenzar a producir casi inmediatamente sin tener que introducir ningún cambio importante en el trabajo de campo. Esto constituye una diferencia importante respecto del IPC-E, cuyas condiciones necesarias no se cumplen en la actualidad, por lo que carecería absolutamente de credibilidad, incluso antes de presentarse el primer dato.
Teóricamente, el IPC-R elimina las mayores alzas, por lo que se podría considerar que en primera instancia ayuda a un gobierno completamente «sacado» por mostrar precios bajos. Sin embargo, requeriría que la mayoría de los ítems de la economía aumentara significativamente menos que el promedio, algo que difícilmente esté ocurriendo en la Argentina hoy cuando los precios reales crecen de forma bastante pareja en torno a 20%/25% a/a.
La alternativa de dibujar todos los precios, de forma tal que el IPC-R muestre una inflación más baja que la verdadera, mantendría intacta la desconfianza en el INDEK que generó el «toqueteo» al viejo IPC. Sin embargo, el gobierno es probable que vaya en esa dirección. A nadie en su sano juicio se le ocurre que Moreno y sus «ángeles», después del destrozo que han hecho en el INDEC, vayan a hacer el cambio en el sentido correcto en la medición de los precios.
En efecto, ha trascendido que el gobierno eliminaría únicamente los ítems que muestren las mayores alzas, aunque ello signifique romper con la metodología rigurosa y perdiendo cualquier credibilidad posible. Para justificar el recorte a una sola cola (es decir, los que más aumentan y no los que más bajan), el gobierno estaría apuntando con el indicador sólo al subconjunto de la población constituido por aquellos que mayor elasticidad de sustitución presentan (probablemente los sectores medios y bajos).
Esta nueva metodología permitiría actualizar (y hasta dibujar) los ponderadores de la Encuesta Nacional de Gasto de los Hogares 2004/2005 a la vez que elimina las subas existentes, de forma tal que el índice (aunque no la inflación) continuaría bajo el control absoluto del kirchnerismo.
Entonces, ¿por qué se insistecon la publicación de un nuevo índice que también será un dibujo? Porque significa darle un marco seudoinstitucional aun al dibujo mismo. Probablemente el gobierno piense que es menos burdo un índice con «metodología a dedo» (IPC-R) que alterar los precios como ocurre desde enero 2007 con el viejo Laspeyres.
Pero queda por responder una pregunta más importante y conceptual todavía. ¿Por qué se dibujan las estadísticas de precios si en la lógica del gobierno «un poquito de inflación no le hizo nunca mal a nadie»? Porque al romper con el sistema de distribución de información por excelencia de cualquier economía de mercado que son los precios (generando incertidumbre y obligando al sector privado a acercársele en busca de los márgenes), el gobierno se ha transformado en un planificador central al que deberá recurrir todo aquel privado que quiera invertir, aumentar su precio, su producción, o tomar cualquier decisión empresarial y será aquél el que dirá cuánto puede (o no) cobrar, cuánto deberá invertir y dónde.
Este es el modelo típicamente peronista de negociación corporativa, bien aprendido de sus raíces fascistas, en el cual un bien público como la información se ha «estatizado» (irónico, ¿no?), donde el ministro de Economía se reúne con los sectores e investiga las cadenas de valor, negociando cuánto subsidio recibirá o cuánta tasa pagará por sus deudas cada uno, o donde el secretario de Comercio negocia el precio de los productos contra promesas de inversión. Poco menos que una economía socialista. «La información es poder», reza el dicho, también en el universo K.
(*) Colaboró Marcelo Fernández, economista, UCA.