Es absurdo que el gobierno insista en inflar la demanda interna con el gasto público y los salarios, teatralizar preocupación por los precios y devaluar sistemáticamente para que el dólar no pierda valor. Tarde o temprano la gente aprenderá el “jueguito” y la economía dejará de crecer.
En los comienzos del “modelo productivo”, haber evitado la hiperinflación luego de un aumento de dólar de más del 200% fue producto de un salto espectacular de la recaudación de impuestos que al ser ahorrada en su gran parte cambió para bien el signo de las cuentas públicas. A su vez, obviar un aumento desmadrado de los precios provocó primero una gran caída en la salida de capitales y posteriormente una entrada que está en el centro de nuestra recuperación económica.
Pero desde mediados de 2004 y una vez alcanzado un superávit fiscal primario a nivel nacional de $20.000 millones anuales (cifra descomunal pensando en nuestra historia de déficits crónicos) la política fiscal ha consistido en gastar todo peso adicional de recaudación por $20.000 millones anuales y mantener constante el superávit nominal (caída en términos reales). Dado que el shock positivo proviene básicamente por el cambio para bien en el ingreso de capitales del exterior (el impacto reactivante del aumento de las cantidades exportadas es de menor importancia) fijar el superávit fiscal primario nominal (aunque con caída del resultado después del pago de intereses) es muy procíclico y reactivante de la demanda interna en el corto plazo.
Pero si tenemos en cuenta las magnitudes de aumento de los ingresos y del gasto público que ya se ubica desde hace rato en niveles récords históricos, el impacto expansivo es más shockeante todavía. En efecto, desde hace casi 2 años el gasto público y la recaudación vienen creciendo a una tasa promedio del 25% anual con picos del 30% anual tanto durante el paquete “Feliz Navidad” de fines de 2004 como durante la campaña electoral del año pasado.
Como se puede observar en el cuadro adjunto, cada vez que el gasto público se aceleró, con un retraso de no más de un par de meses la “core inflation” (inflación visceral) también lo hizo y viceversa, ante desaceleraciones del gasto público, dos meses más tarde, la core inflation lo seguía para abajo. Ocurrió con el plan de diciembre de 2004 seguido por una moderación fiscal (y de la inflación) en los primeros meses de 2005. Con posterioridad al salto inflacionario de noviembre y diciembre de 2005 del 18% anual producto del aumento del gasto público pre-electoral (agosto-diciembre de 2005), la tasa de inflación volvió a menos del 10% anual en los primeros dos meses de 2006 en respuesta a la “mesura” en el crecimiento del gasto público de 18% después que Kirchner ganara las elecciones de octubre.
Sabemos oficialmente que en enero del presente año el gasto primario creció más del 30% anual y se estima que en febrero no crezca menos. Por lo tanto, no habría que descartar que desde marzo en adelante la inflación vuelva a poner los pelos de punta a todo un gobierno que en su afán de mantener constante el tipo real de cambio en 45 (diciembre de 2001=100) seguirá con su política de ir aumentando el dólar nominal a la par de una inflación determinada por la expansión del gasto público y la inflación salarial de la dupla Tomada-Moyano.
La pregunta que cabe aquí es ¿hasta cuando el gobierno podrá seguir engañando a la gente de que lucha contra la inflación cuando en realidad la inflación es intrínseca a su modelo de aumento del gasto público y salarios para luego devaluar y que el dólar real no pierda valor? No lo sabemos. Pero lo que sí es claro es que la historia en general y la argentina en particular demuestran que el sector privado termina descontando los “jueguitos” que le proponen los gobiernos cuando éstos se meten con la inflación.
No se sostendrá una política económica que hace un desastre estructural de pérdida de competitividad (prohibiciones para exportar, presión impositiva salvaje y creciente, sin bienes públicos ni reglas de juego competitivas y estables, regulaciones laborales a favor de un sindicalismo de la época de Mussolini, tarifas de los servicios públicos congeladas, etc.) y una política fiscal y de salarios recontra procíclicas que atrasan el tipo de cambio aunque compensadas parcialmente con devaluaciones crecientes.
La consecuencia del aprendizaje “social” es que de seguir el juego la demanda de dinero dejará de crecer y por consiguiente también lo hará la economía. Esto en el mejor de los casos. Hay que rogar que el clima internacional de tasas de interés y de precios de nuestros commodities sigan siendo argentinos como hasta ahora.