Los dogmas son el arma mortal de la economía

La definición más genérica que los economistas recibimos de la palabra “economía” en los cursos de grado, es que consiste en una ciencia que trata de la organización y administración de recursos escasos para fines que son alternativos.

De esta manera, hay un corolario que se desprende del mencionado concepto: toda acción económica implica la existencia de costos de oportunidad o, lo que es lo mismo, casi todo, en economía, es un juego de suma cero, por cada cosa positiva hay una negativa. Por lo tanto, si hay algo que no hay que ser, en general, cuando se habla de economía es dogmático, porque la realidad anterior termina imponiéndose de manera cruel.

En los últimos 20 años Latinoamérica ha tenido 2 etapas bien marcadas de “dinero fácil” debido al ciclo de negocios a nivel internacional. La primera se produjo hacia fines de la década del ´70 y principios de la del ´80 cuando el reciclaje de los petrodólares hacia al primer mundo, generó una ola de ingreso de capitales hacia algunos de los países del tercer mundo que esencialmente sirvió para financiar sus déficits fiscales ante la inexistencia de convencimiento sobre la importancia de las restricciones de presupuesto y la imposibilidad de seguir usando a la demanda de dinero como “puente” de algo que nunca llegaba: el ajuste fiscal.

Como era de esperar, el financiar a un “quebrado” no podía traer más que un problema patrimonial enorme a quien lo atiende y un descalabro de flujos a quien tomó el financiamiento (esto es una “suma cero”). La crisis de la deuda comienza en 1982 cuando México deja de atender el servicio de ella y se extiende para Argentina hasta abril de 1988 cuando declara una moratoria unilateral en sus pagos externos.

De esta manera, gran parte de la década del ´80 para Latinoamérica fue absolutamente perdida en términos de crecimiento económico al quedar flotando en un “limbo” (por la desaparición del financiamiento externo de los déficits públicos) donde se volvía a insistir en la emisión monetaria, con su consecuencia de alta inflación y crisis recurrentes de balanza de pagos (la excepción a una parte importante de estos comentarios es Chile).

El Plan Brady, que aparece de manera integral en julio de 1989 en México, no es más que una respuesta institucional del primer mundo a los problemas patrimoniales que la crisis de la deuda había provocado a los bancos comerciales. A través de él, el mundo desarrollado decide asegurarse el cobro de sus acreencias contra Latinoamérica, para lo cual pasaba a tener una fuerte injerencia en el diseño de la política económica (lo cual constituía una externalidad positiva espectacular para nuestros países por la falta de respeto, que nuestros gobiernos habían mostrado hasta entonces, de las elementales restricciones presupuestarias) a cambio de lo cual existiría en el futuro un “dique de contención” importante en términos de apoyo financiero, ante problemas de balanza de pagos como los registrados a principios de los ´80.

La segunda etapa de fuerte liquidez internacional volcada hacia Latinoamérica se produce a partir de mediados de 1991 y la aplicación que se les dio a esos fondos en nuestros países fue de una elevada racionalidad respecto de la etapa del ´70: financiar la reforma estructural.

Pero como la economía es un juego de suma cero y antidogma, tenía que aparecer el elemento compensador que atenuara la sensación positiva que emergía de los acuerdos Brady: la globalización de los mercados (sinónimo de volatilidad), que impacta de manera bien perceptible en los mercados financieros internacionales a partir de la década del ´90.

La combinación de una nueva ronda de “easy money” internacional y mercados que operan cada vez más cerca de la competencia perfecta para Latinoamérica brindó financiamiento real más barato que la etapa anterior pero con una volatilidad tan grande que obligaba a ser más ortodoxos que nunca en las políticas monetarias y fiscales a ser aplicadas no sólo en los países con tristes historias macroeconómicas como el nuestro sino también en el primer mundo (aquí está la “suma cero”).

Esto no fue así y si bien es verdad que jamás la Argentina ha tenido una “performance” tan buena como desde la convertibilidad, también es cierto que ni todo el apoyo internacional que hemos recibido ha alcanzado para evitar la insolvencia fiscal de hoy, tasas de desempleo récord históricas y una recesión, que en duración, estará bien por encima de los promedios históricos (ej.: el FMI desembolsó u$s 3.000 millones entre marzo de 1992 y diciembre de 1994, desembolsará u$s 2.500 millones por la extensión del Acuerdo de Facilidades Extendidas durante 1995 y perdonó u$s 4.400 millones de superávit fiscal en pesos que no le exige la renegociación de metas de agosto de 1995 y sí lo hacía el acuerdo original de marzo de 1995).

Las culpas son concurrentes. Los Organismos Internacionales de crédito no han sido lo suficientemente rígidos como auditores (el dogma aquí es la rigurosidad de los monitoreos de éstos) y por otro lado siempre hubo una tendencia hacia el “populismo” en nuestros hacedores de política económica, cosa absolutamente inconsistente, más aún con mercados globalizados. No hay otra manera de explicar a los casos de México y Argentina.

En este sentido, el FMI no ha colaborado con la ortodoxia al permitir computar, desde hace 4 años, los ingresos por privatizaciones como superávit fiscal, porque hoy tenemos un sector público que no logra pagar los intereses de la deuda sin recurrir a este recurso extraordinario (ni a un montón de otros que son directamente innombrables) cuando uno de los objetivos básicos del Acuerdo de Facilidades Extendidas firmado en abril de 1992 era pagar los intereses de la deuda pública con pesos “puros”.

En conexión con ello, está el tema de la moratoria impositiva recientemente dispuesta por el gobierno. Hagamos un supuesto fuerte y digamos que sea un éxito. El razonamiento dogmático diría: como el criterio con el cual se confeccionan lo números fiscales es “base caja” y está entrando dinero a la DGI (así como antes se registró indirectamente la pérdida de recursos cuando los impuestos no se pagaron), hay que registrar ahora la ganancia fiscal; además, se está cancelando deuda cara (el BIC) con deuda más barata (los bonos recientemente colocados en el mercado internacional de capitales), por lo tanto, todo es una “pinturita”.

Como la economía no tiene nada de dogmática, las cosas pueden ser bien distintas. Si bien se ha cancelado deuda onerosa con deuda no tan costosa, como contrapartida, hemos cancelado deuda con residentes (los bancos argentinos tenedores del BIC) tomando deuda en moneda extranjera con no residentes, por lo tanto, nuestra cuenta corriente de la balanza de pagos (dada la tasa de ingreso de capitales) tiende a empeorar con su consiguiente efecto negativo sobre la demanda agregada y el producto, más allá del desincentivo que generan las permanentes moratorias al “tax payer” de siempre.

Además y suponiendo que cada peso que el contribuyente promete pagar a la DGI, lo hace tomando crédito bancario por el incentivo que hipotéticamente tienen las entidades financieras a reducir sus mayores disponibilidades (por el rescate del BIC) y dar financiamiento para la moratoria sin constituir previsiones adicionales, estaría cancelando un crédito que le había dado el sector público, al no ser eficiente en la recaudación de impuestos. De esta manera, el producido de la moratoria debería ser contabilizado como menos acreencias del sector público contra el sector privado y no como más impuestos (si bien es cierto que desde un punto de vista “caja” ingresan fondos al gobierno por impuestos pasados), de lo contrario, seguiríamos en esta película de engaños en la que todo lo que es transitorio (una privatización, una moratoria) se muestra como algo permanente (los intereses de la deuda pública).

Por otro lado, es verdad que los bancos pueden disminuir sus disponibilidades para dar más crédito con lo que a lo mejor crece el gasto interno, el nivel de actividad, hay déficit en cuenta corriente en la medida que haya financiamiento externo y se pagan más impuestos pero, en ese caso (y en última instancia), lo que genera el impuesto es el efecto inducido de más actividad por la transacción “outside” que es el tomar deuda externa y no el crédito bancario en sí mismo.

En esta moratoria, el monto del crédito del banco para pagar impuestos no abonados en el pasado puede llegar a ser considerado como un impuesto corriente (la economía está en plena recesión), apareciendo el absurdo de que los dólares de la deuda que tomó el sector público con los no residentes y que están en el BCRA, son los que también aparecen como impuestos al entrar a la moratoria impositiva como si fueran algo generado por el déficit en cuenta corriente.

O sea, en este caso, no hay deterioro del patrimonio financiero neto de los residentes argentinos respecto de los no residentes (el producido de la colocación externa de los bonos para cancelar el BIC queda en las reservas del BCRA) y sin embargo el sector público mejora fiscalmente, lo cual, no puede ser bajo ningún punto de vista. En realidad, sí, en la Argentina.

Todavía nos falta lograr muchas cosas para pertenecer al primer mundo. Una de las primeras sería que razonemos a la economía de manera menos “religiosa” y con más conciencia del concepto de escasez, que es el le da valor a las cosas pero también el que genera las “sumas cero”.

El Cronista – Pág. 18 – 20 de Octubre de 1995

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José Luis Espert

Doctor en Economía

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