El país enfermo de un Estado corporativo

La Argentina está en la peor crisis de toda su historia; no es una crisis cíclica. Hay una idea de país que no va más. Persistir en ella sólo nos traerá más pobreza e indigencia. Los ejemplos a imitar son Chile, Australia, Nueva Zelanda, Irlanda. Ese es el camino. Sin embargo, entre lo que hace el gobierno de Duhalde y los consensos que hay en la sociedad, pareciera que, al menos en el corto plazo, vamos a hacer lo opuesto a lo que realizan los países capitalistas exitosos.

Chile en los últimos 20 años ha acumulado un crecimiento del PIB real (bienes y servicios concretos) per cápita (por habitante) de 136% y recientemente ha cerrado un acuerdo con los EE.UU. para entrar al ALCA (Acuerdo para el Libre Comercio de las Américas). Es cierto que las reformas que en Chile provocaron estos buenos resultados comenzaron bajo la dictadura pinochetista pero, para desgracia de nuestra izquierda autóctona, los gobiernos democráticos continuaron por la misma senda de capitalismo competitivo. Similar camino han seguido desde hace décadas Irlanda, Australia y Nueva Zelanda, que hoy tiene PIB reales per cápita por lo menos 8 veces superiores al nuestro, mientras que hoy la Argentina se acerca cada vez más a Bolivia y Cuba.

La gran diferencia entre nuestro país, Chile, Australia, Irlanda y Nueva Zelanda es el tipo de capitalismo que han seguido estos países. En ellos, el Estado es mínimo, dedicado a la atención de los pobres, los indigentes, la salud básica, la educación básica, la diplomacia, la Justicia y la seguridad, para que el sector privado compita en el mundo con una economía bien abierta sin atraso cambiario. En la Argentina, estamos enfermos de un capitalismo corporativo, que desea un Estado-socio del sector privado (ejemplo: la pesificación como prenda de la “alianza” de Duhalde con la producción), prebendario, de espaldas a la gente (ejemplo: ahorristas estafados y banqueros salvados), sistema que abrazamos desde hace más de 70 años mezclado con el populismo político del “alpargatas sí, libros no”.

La consecuencia es que las funciones básicas del Estado fallan de manera grosera: los pobres cobran con la moneda “trucha” LECOP, la salud pública para los indigentes no existe (a tal punto que hay chicos que se mueren de hambre), la educación básica está en manos de los “trabajadores educativos” de Marta Maffei, los diplomáticos-políticos pueden mostrar como gran “antecedente” en el manejo de las relaciones internacionales alguna lealtad al presidente de turno por haber sido compañeros de la secundaria. La Justicia no existe y en materia de seguridad estamos cada vez más indefensos.

Dos variantes

En nuestro país, este capitalismo “trucho” ha tenido dos variantes a lo largo de los últimos 70 años. Uno (supuestamente bien) “globalizado”, que ha sido apoyado por gran parte (no todos) de nuestros liberales: atrasar el tipo de cambio para estabilizar la tasa de inflación y endeudamientos externos extravagantes para reactivar la economía. La tablita de Martínez de Hoz y el fallido experimento de la convertibilidad en la última década son dos claros ejemplos de ello. Las dos experiencias terminaron en un desastre. La otra variante es una versión más “nacionalista” del capitalismo “trucho”, encarnada por el modelo autárquico de Perón, al que en su momento adhirieron el “vivir con lo nuestro” de Aldo Ferrer en 1983 y al que hoy adhiere el Plan Fénix, que propone en esencia una gigantesca redistribución de ingresos, gravando a tasas exorbitantes a la renta, con retenciones a las exportaciones, defaulteando la deuda (como quería Alfonsín) para “usar” esos ingresos a favor de los pobres y reestatizar el sistema de jubilaciones y pensiones. No podemos olvidar que todas las experiencias de un capitalismo autárquico con un Estado distribucionista e intervencionista también terminaron en grandes desastres hiperinflacionarios (el ’76 y el ’89 son los ejemplos más cercanos).

En la peor crisis económica y social de nuestra historia, la tentación de redistribuir ingresos desde los que más tienen hacia los de menores recursos es muy alta. ¿Es esto posible? Ya hemos expropiado los ahorros con el default y la pesificación, hemos congelado las tarifas y reimpuesto derechos de exportación y, sin embargo, estamos peor que en diciembre de 2001 en materia distributiva. El punto es que los límites para cualquier política distributiva son escasísimos en nuestro país. No es posible gravar diferencialmente a los que más tienen, pues se llevan su capital o emigran. Así los impuestos siempre los terminan pagando los de abajo, con bajos salarios o desempleo. Tampoco es posible con procesos migratorios que nos dejan sin lo mejor de nuestro capital humano y nos traen pobreza de países limítrofes.

Por otro lado, cualquier política distributiva a través del gasto requeriría un Estado a la europea. Estamos a años luz de eso. Salvo honrosas excepciones, el sector público carece de un servicio civil meritocrático y honesto, hecho que no podrá revertirse por muchos años, aún si empezamos a corregirlo seriamente hoy. El distribucionismo, al igual que el endeudamiento imprudente, es una vía utópica para el crecimiento. Los aparentes beneficios de corto plazo, si es que existen, tienen costos descomunales de descapitalización en el mediano plazo. Sólo creceremos sostenidamente cautivando al capital (para lo cual hay que respetar derechos de propiedad y tener impuestos moderados), teniendo un capitalismo competitivo y un sector público austero y equilibrado. La solidaridad social tendría que ser la excepción, no la regla que mata la gallina de los huevos de oro de la iniciativa privada sana, no corporativa, no prebendaria.

Complementos

Esta idea del distribucionismo se complementa con otras que cada vez tienen más rating político, como la de la libre circulación de personas en el Mercosur, el Parlamento Común del Mercosur, la moneda única del Mercosur, la pelea en común contra la globalización, contra los organismos multilaterales de crédito y, detrás de esta alianza geopolítica, toda la artillería de planes del Estado socio del sector privado como la compra de autos con BODEN, la construcción de viviendas con el mismo título, etcétera. O sea, pretenden que seamos parte de una gran nación latinoamericana… llena de pobres. Para colmo de males, frente al peso relativo de Brasil, no nos quedaría otro rol que el del socio minoritario a merced del control brasileño.

La verdadera alternativa es mantener nuestra identidad política e integrarnos inteligentemente al mundo. Las experiencias que fracasaron deben ser muestra de lo que hay que cambiar. El ejemplo exitoso de otros países comparables debe ser el modelo a seguir. Porque, en definitiva, el debate hoy en nuestra sociedad mirando hacia delante no es tanto si tendremos una hiperinflación (nuestros políticos han aprendido después de Alfonsín que la híper “mata” políticamente) o el dólar alocado (Duhalde estuvo a punto de renunciar a mediados de este año, cuando en cuestión de pocos días el dólar se acercaba de 2,5 a 4 pesos), sino qué reformas de fondo hay que hacer para tener crecimiento sostenible y salir de la pobreza.

Continuar por la senda del capitalismo “trucho” (en cualquiera de sus dos variantes) que nos ha empobrecido es una alternativa sin futuro. El camino correcto es el chileno, país relativamente pequeño que ha fortalecido su identidad política con un auténtico capitalismo competitivo abierto al comercio internacional, con disciplina financiera y prudencia fiscal. Pero lamentablemente, luego de que el estrepitoso fracaso de la convertibilidad fuera precedido por una década de apoyo incondicional por nuestro establishment, el FMI, casi todo el mundo financiero internacional y gran parte de nuestros liberales, la supuesta “razón” ha quedado del lado de los mismos del “vivir con lo nuestro” del ’83, que quieren un país en autarquía, con un Estado fuerte desconectado del mundo para expropiar y redistribuir. Esta no debe ser la respuesta al fracaso de la última década, pero lamentablemente para nuestro país, el consenso que tiene es cada vez más grande. Los “monstruos” que creíamos definitivamente muertos han resucitado como el ave Fénix…

En el año 2000, el director indio Manoj Night Shyamalan (“Sexto Sentido”) dirigía la película “El protegido”. En ella, Bruce Willis, que se salvaba milagrosamente de un terrible accidente que sufría en el tren en el que viajaba, demostraba tener poderes sobrenaturales para el bien, conocía a su opuesto (Samuel Jackson): el mal. La crisis fue nuestro accidente, pero lejos de demostrar poderes sobrenaturales para el bien, parecemos atrapados en una “indigencia cultural” que nos lleva a diagnósticos totalmente equivocados.

Nota Original: ÁMBITO FINANCIERO | 27/12/2002

José Luis Espert

José Luis Espert

Doctor en Economía

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